martes, 13 de agosto de 2013

ARTICULO DE MANUEL CUESTA MORUA


El turismo revolucionario es una práctica del primer mundo. Como lo es el turismo-turismo. Los revolucionarios del segundo y tercer mundo no tienen ni tiempo ni dinero para pasear por el globo a poetizar la miseria congelada por esas violencias que triunfan en nombre del pueblo.
Debo dejar sentado en seguida que primer, segundo o tercer mundos no siguen para mi criterios geográficos. Todos los países los combinan a su manera, y siempre en términos relativos.  En Cuba también hay un primer mundillo. De modo que los que se dedican al turismo de la revolución provienen de cualquier latitud, compartiendo todos tres cosas: una ceguera frente a la realidad social, un desprecio antropológico por los pobres que inevitablemente generan las revoluciones y una billetera algo abultada.
Pero últimamente me llama la atención un dato: la pérdida de sensibilidad higiénica en los turistas revolucionarios . Porque Cuba es el país sucio del mañana. Me pregunto por eso cómo desde el status de primer mundo se puede defender una revolución mugrienta. Es posible estar del lado de los nacionalismos, los populismos o los indigenismos, con independencia de su calidad aséptica. De las revoluciones antihigiénicas, no.
Cuba, la higiene y el turismo revolucionario
Quien visite cualquier parte de Cuba debe espantarse, excepto en pequeños pueblos o en pequeñas ciudades como Cienfuegos, por sus olores fétidos. Es como si Cuba se estuviera aventando ininterrumpidamente para evacuar los gases de una digestión lenta, opípara y pesada en virtud de la calidad de los alimentos que ingiere. Solo que en este caso se trata de desechos públicos que quiebran la capacidad media para resistir la putrefacción ambiente.
Un país sin baños para viandantes, sin agua ni jabón para lavarse las manos después de una incursión por cafeterías o restaurantes, sin servilletas o papel sanitario en lugares públicos, sin una recogida de basura medianamente eficaz, con portales que acumulan tres décadas de suciedad, con edificios a medio derrumbar que sirven de posadas a jóvenes parejas sin espacios privados para el placer sexual, con ómnibus-baños en la madrugada, con hospitales y policlínicas listos para transmitir infección, todo dentro de un clima tórrido que sintetiza las excrecencias naturales entre el calor y la humedad, un país así no puede atesorar un proyecto de futuro.
Lo que distingue a las utopías es la higiene. Si no pensemos en el vocabulario fundador de las revoluciones: en todo momento asocian el pasado que destruyen con lo podrido, intentando comenzar por una especie de higienización de la sociedad para edificar el país pulcro del día después. Todo en ellas parece reducirse a la sanidad y a la higiene: a la higiene mental, la relación difícil de los totalitarismos con la locura se parece a la de la aristocracia con la peste; a la higiene social, la separación y el aislamiento del delincuente son igualmente reacciones patológicas para los constructores de utopías; y a la higiene del cuerpo, pensemos en la obsesión con la salud en un tipo de sociedad que piensa que sus súbditos siempre están enfermos. Estas higienes son básicamente técnicas de  control y disciplina totalitarios que no deberían permitirse fisuras.  Sin embargo, todos estos ámbitos de trabajo sanitario están colapsados. El número de enfermos mentales no cesa de crecer,
la población delincuencial es casi endémica y los enfermos atestan las estadísticas. Del lenguaje, ni
hablar.
Desarrollo impensable
Que las utopías sean improductivas, bueno eso no es un gran problema; las tensiones de la productividad y del consumo son teóricamente extrañas a las revoluciones del futuro. Que son poco imaginativas, pues no importa; la imaginación es un rasgo individual que, en su esencia, amenaza la coherencia y el núcleo rígido de poder de los constructores de pueblos. Lo que sí debería ser una señal alarmante es la suciedad prosaica de la ciudad utópica cubana. Como una muestra de su salubridad su gente debería andar con ropa  zurcida, pero limpia; como recomendaba mi abuela.
Y lo peor de Cuba no es la hediondez de la faena diaria, sino un tipo de suciedad medieval que se nota en cuatro rasgos: la acumulación de inmundicias, la indiferencia como inmunizada de todos frente al plus desecho de la ciudad, la cercanía de los centros que dicen procesar los detritos a los espacios poblacionales y la ausencia de infraestructura moderna para el reciclaje de la basura.  Como en el Medioevo, las sentinas están muy cercas del dormitorio y es fácil la confusión entre agua potable y agua albañal.
¿Por qué el turismo revolucionario no se da cuenta que la revolución cubana pudo haberse escapado por la alcantarilla? Llegar a La Habana, Holguín o Santiago de Cuba y tener que beber agua embotellada, vendida a precios inaccesibles para quienes supuestamente se hizo la revolución, debería ser la prueba suprema de que sin higiene es imposible desandar por las pretendidas calles del futuro. También rotas y grasientas.


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