Es imposible reivindicar la figura de Fulgencio Batista sin cometer una grave injusticia histórica del mismo modo que se comete otra igualmente grave cuando se le demoniza; el necesario equilibrio que debe primar para colocar en su lugar indicado a un personaje como el sargento-general-presidente-dictador parece habernos faltado siempre a los cubanos y así las cosas de un lado han permanecido ciegos sus defensores mientras han aplicado un rigor excesivo sus detractores.
Batista jamás podrá ser perdonado por la historia precisamente debido a que en esencia con su actuación del 10 de marzo del 1952 dio al traste con la revolucionaria e innovadora constitución que el mismo había ayudado a implantar y que era sin duda el colofón de su primer (y único legítimo) periodo en el poder; no podrá jamás ser perdonado porque permitió que sus colaboradores desataran una cruenta represión contra sus oponentes y por su carácter permisivo y conciliador no hizo más que aumentar la corrupción reinante en la isla. Pero la falta más imperdonable es precisamente su incoherencia al no permanecer en el poder más allá de las presiones de la administración Eisenhower; haber protagonizado un golpe para luego escapar en la madrugada lo condena definitivamente y le endilga una porción significativa de la responsabilidad por la pesadilla que más tarde se apoderó de la isla.
Dicho esto, me llama poderosamente la atención el ensañamiento con que muchos analizan y proyectan la imagen de Batista: la forma superficial y tendenciosa en que soslayan sus innumerables logros y su olfato político; existen compatriotas en este exilio que sufrieron unos días de cárcel bajo el régimen batistiano y que a la llegada de Castro comprendieron el carácter comunista y dictatorial del caudillo y terminaron pasando años en las cárceles castristas: ellos más que nadie pueden señalar la enorme diferencia entre una dictadura y la otra, pero evitan el tema. Muchos hoy pugnan por un ablandamiento de las posiciones de Washington hacía La Habana, están dispuestos al diálogo, incluso visitan la isla con regularidad, pero no se les puede hablar del general mestizo.
A mi juicio; desde la falacia de los veinte mil muertos hasta el treinta por ciento de analfabetismo que le achacan al segmento entre 1952 y 1959 no son más que producto de un único e inocultable sentimiento: RACISMO. En el subconsciente del racista en negación que es el pueblo cubano el motivo de las exageraciones no es puramente numérico sino sicológico; unos cuantos muertos bajo el régimen de un negro equivalen a veinte mil; como se puede permitir este pariente cercano del primate ultimar a nuestros jóvenes de ese modo? Es la verdadera pregunta que retumba en el cerebro colectivo condicionado por el omnipresente miedo al negro. Por eso se postraron de hinojos ante la tez rosada del hijo del español y por ello a pesar de su trayectoria polpotiana y destructiva echan mano a cualquier excusa para justificar conciliaciones, a fin de cuentas Castro no es más que un primo, el primo travieso que les robó más de cincuenta años de sus vidas, pero un primo por encima de todo.
Entre las innumerables tareas que debe enfrentar la afrodescendencia y todos aquellos cubanos con honestidad intelectual se encuentra el objetivo y justo análisis de la historia de la perla de las Antillas.