Por pura casualidad me toco ser cubano; Olofi quiso que mi anatomía llegara al mundo en esa diminuta y convulsa isla bañada por mar turquesa e intenso sol. En realidad podía haberme dejado caer de la “guagua” en cualquier otro sitio; luego de vivir en cinco países comprendo que la nacionalidad es un hecho totalmente fortuito y en muchos casos hasta irracional e inexplicable; una gran parte del “patriotismo” radica en la imposibilidad del ser humano de reconocer su mala suerte y tras los alaridos de viva tal o viva más cual nación se oculta el grotesco fantasma del fracaso.
Quizás no ser un patriota empedernido, inveterado o fundamentalista me coloca en la privilegiada posición de poder analizar con cerebro frío y corazón sosegado las virtudes y defectos que caracterizan a ese grupo de seres humanos que antes o después fueron como yo lanzados fuera de la guagua en la mayor isla del Caribe.
Siempre en Cuba hubo malos y buenos; gente educada y gente grosera; personas refinadas y personas vulgares; y debo decir sin falsos orgullos que nuestra cuota de individuos respetuosos y educados, sin importar la posición económica y social que ocupasen, era mucho más elevada que en la mayoría de las naciones similares a la nuestra; que la literatura, la música y la comunicación en general entre nosotros siempre fue más dinámica y rica que en otros países y todo ese mejunje de zalamería, coqueteo, sensualidad y un irónico y refinado sentido del humor resistentes incluso a las peores coyunturas es lo que para mí constituye la CUBANIA.
Pero en el ámbito social; nuestro inmaduro e indisciplinado pueblo, a pesar de los repetidos e inequívocos avisos que la historia ponía ante sus ojos, optó por auto infligirse una larga y monótona noche; un paramo espiritual repleto de mentiras y dobleces. Una eternidad de minutos y segundos que no entraré a evaluar en este comentario pero que posibilitó la derrota de la cubania y la irrupción y perpetuidad de un cancer virulento y letal que en un santiamén hizo metástasis en la debilitada humanidad de la torpe nación. Llego, me temo que para siempre, el CUBANEO.
Exageramos nuestra informalidad al punto de la indisciplina generalizada; inflamos nuestro vernacular al límite de la vulgaridad y de la pornografia sicologica; dejamos que nuestra pasión se convirtiera en histeria; nuestra prudencia en paranoia y nuestro humorismo en relajo. Pisoteamos iconos y desdeñamos liturgias; encarcelamos mensajeros y como autómatas repetimos hasta la náusea el unico escaso, pobre, descolorido y manido mensaje emanado de un edifico staliniano convertido en oráculo. Pasamos de ser uno de los pueblos más espontáneos y abiertos a un amasijo de hipócritas que lanzaban falsedades envueltas en la halitosis colectiva que caracteriza al totalitarismo antropológico.
Por eso me agrada recordar el arrullo de mi madre en aquella temprana y solitaria infancia del mismo modo que detesto recordar mi robotizada juventud; amo a la Avellaneda con la misma intensidad que odio a los comisarios de la rima. Evoco el danzón con una nostalgia proporcional a la repugnancia que me provoca el regueton. Me niego a conjugar el verbo “resolver” en cualquiera de sus tiempos y modos. Rechazo asociar el concepto all inclusive con cualquier centro turístico de la isla. No puede existir todo incluido donde falta lo esencial.
Y así; saltando sobre charcos fangosos y atravesando pedregales inhóspitos compito contra el inexorable tiempo tratando de realizar tantos sueños antes de que me llegue el crepúsculo, orgulloso de mi cubania pero más aún de ser un individuo.
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