Un amigo hace meses me confesaba que se había marchado de Cuba a los 27 años porque el régimen no permitía la libre salida pero si le hubiese sido posible se habría largado a los 17. Me sorprendió cuan cercano estaba mi juicio al suyo y desde entonces he tratado de organizar en mi mente los parámetros y los requisitos de ese sentimiento tan manipulado, ultrajado y manido conocido como patriotismo.
Muchos se creen patriotas porque defienden con estulta obstinación las presuntas cualidades de un pueblo al cual creen o creyeron una vez pertenecer; muchos se autotitulan patriotas simplemente porque niegan nuestras evidentes e innegables faltas y señalan solo las virtudes. Las categorías patria, patriota, honestidad, cubania y legítimo zumban como avispas sobre nuestras cabezas. Pareciera a veces que criticar lo criticable o simplemente manifestar una preferencia fuese alinearse junto a los Castro o ultrajar la tumba de alguno de los próceres. Para mi este modo de ver las cosas no solo es infantil y estrecho sino en extremo nocivo y divisorio.
No temo la embestida del adjetivo soez y el calificativo vulgar cuando afirmo sin medias tintas que me gusta más vivir en Estados Unidos o en Europa que en la isla en que nací; y esto no está únicamente condicionado por el kafkiano régimen que impera en Cuba. No me agrada que se aparezcan en mi casa sin haberme avisado antes, no me gusta que me griten para hablarme a menos que estemos tan borrachos que perdamos la razón, no me dedico a elencar la cantidad de mujeres con las cuales me he ido a la cama o a la arena o simplemente a la parte trasera de mi auto. No considero que en Cuba se de todo lo mejor y que las frutas cubanas posean un sabor que en otros países falta. No sé bailar aunque adoro la música puedo perfectamente vivir sin la rueda de casino. Se discutir y escuchar a quien se me opone sin insultarlo, escupirlo o llamarlo traidor y lo hago casi a diario, no fumo, bebo muy poco café y he dejado de consumir ron para optar por otros "espíritus" menos nacionales. Resiento el abuso del modo imperativo de nuestra tonada patria aunque admito que escucharla me lleva al borde de las lagrimas que pensaba haber agotado. Desdeño con petulante mohín el presunto doble sentido que solo sirve de excusa a la vulgaridad más abyecta. Odio cuando lo vernáculo pierde sus dos primeras sílabas.
Vivo en la convicción de que mis preferencias no me hacen menos patriota que los que se rasgan las vestiduras en defensa de lo criollo. Prefiero vivir fuera pero moriría por regalar a mi mujer el amanecer en Trinidad luego de una noche de amor intenso y obstinado, las cortinas revoloteando al efecto de la brisa matutina mientras fragmentos de palabras llegan a nuestros oídos provenientes de las calles tercamente empedradas; desayunar café con leche y pan con mantequilla (la mantequilla untada en el pan antes de haberlo colocado en el horno) y salir a caminar sin meta precisa vestidos en lino saludando a nuestro paso a cuanto ser encontramos. Soy embajador de platos peculiares, de duelos surrealistas y de semántica llena de picardía y sensualidad. Me seduce el almuerzo improvisado a última hora y el Ashe que se respira en una verdadera casa criolla abuela en eterna reprimenda del nieto que la manda a la mierda con voz imperceptible y dos generaciones coexistiendo en la casona de paredes tan gruesas que impiden que se escuchen los gemidos del coito nocturno de la pareja más joven.
La voz siempre afinada y eterna del Benny, el rasgar de guitarras centenarias y un aroma de especies y sudor fresco. La sensación de que todo es temporal, de qué estás ahi mientras tanto.
Estar en otro sitio; haber jurado fidelidad y amor eterno a otra nación no me hace diferente ni tarado; expresar abiertamente mi inclinación mucho menos porque más allá de mis gustos y remilgos deseo lo mejor para quienes existen en la isla y amo la cubania con la misma vehemencia que detesto el cubaneo.
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