lunes, 18 de diciembre de 2017

HELADOS, PERSONAJES Y TANTA MISERIA POR FUERA Y POR DENTRO

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Los lectores que tengan menos de 55 años confrontaran quizás alguna dificultad en captar el
mensaje de este artículo. Lo mismo ocurrirá con aquellos compatriotas que lograron escapar de la pesadilla temprano o incluso no llegaron siquiera a avizorarla. Los más cercanos a los 60 y algunos de nuestros mayores sentirán el tirón que produce el recuerdo tétrico sobre la piel.

Éramos jóvenes, muy jóvenes; quizás el mundo también era más joven que hoy. Muchos aún, sin dejar de admitir el desastre que era el pais donde vivíamos creíamos que el milagro nos salvaría; otros simplemente confiaban en que los americanos perderían la paciencia y otros pues esperaban que el implacable tiempo lavara la costra densa y oscura que se había creado en torno a nuestros seres. Nada de lo anterior ocurrió y luego vinieron tiempos peores; pero primero deseo recrear esas tardes y noches en Copelia; uno de los tantos sitos inaugurados con el entusiasmo juvenil del Caligula antillano que a los pocos meses se precipitó hacia las profundidades de su indiferencia. 54 sabores, 63 sabores; les juro que alguien me llego a hablar de 80 sabores, incluso el exotico helado de aguacate. Pero la inestabilidad emocional del dueño de la finca no es el objetivo de este análisis. Como decía: tardes y noches y escapar a degustar los dos o tres sabores en que terminó aquella enorme lista. Éramos un grupo de “pilones”; mozalbetes en la flor de la adolescencia; repletos de energía a pesar de la frugal alimentación y el inexistente balanceo de nutrientes. Devorar cinco o diez bolas de helado era cosa de casi todos los días.

Pero además de nosotros los “trogloditas” estaban todos aquellos jóvenes que regularmente se veían obligados a salir despavoridos ante la llegada del carro “jaula” o de la actriz comisaría extranjera Ana Lassalle que habiendo fracasado en su intento de imponer el totalitarismo rojo en Espana (aunque se comenta que nació en Francia) se volcaba con feroz celo, tijera en ristre, sobre las melenas de otros jóvenes, menos trogloditas, que devoraban menos bolas de helado que nosotros y que comían de modo furtivo y siempre mirando hacia atrás por si acaso.
Comentábamos los últimos hits del countdown americano; nos sabíamos de memoria las canciones e idealizábamos cuanto esperpento mostrase una etiqueta que no dijese “hecho en Cuba” o en CCCP (la generosa y magnánima Unión de Republicas Socialistas Sovieticas)

Mientras conversaba con mis amigos; la mayoría de los cuales aún hoy me honran con infinito cariño, observaba con infantil atención a los pocos turistas occidentales (los socialistas no eran interesantes) e incluso a los marinos mercantes; casi todos griegos con un inglés que daba pena y unas camisas Manhattan que era lo más hortero que se podía encontrar; pero que ellos, así sudada y todo con el calor de La Habana vendían a precios exorbitantes. Yo quería ser uno de esos marineros griegos de modales hoscos y gustos plebeyos; cualquier estupidez que estos seres emitiesen era la Biblia; los extranjeros siempre tenían razón; además todos eran ricos y dueños de bienes inconfesables.

Esas tardes y noches de perenne dulzor; de colas interminables y mesas mal olientes nos transportaban a un zoológico en el que los visitantes eran las especies extrañas y nosotros, los animales cautivos, los espectadores. En más de una ocasión pensé que jamás vería el mundo real; llegue incluso a sospechar que nos tomaban el pelo (entonces yo llevaba con orgullo un copioso afro) y que el extranjero no existía; que luego del aeropuerto la gente se ocultaba convenientemente hasta que nos los volvieran a mandar. Nuestra auto estima estaba en el piso. Pobre de mi.

Años después, ya de adulto, logre salir de la jaula; comprendí que fuera de esa realidad irreal existen frustraciones y gente sin sueños. A veces observando algunos turistas que visitan Miami Beach me percato de lo vulnerables que son; por su talante puedo adivinar en agunos enormes privaciones; les veo en muchos casos incapaces de comunicar o expresarse y en lugar de aquel inevitable “pobre de mi” de entonces me escapa un aliviado “pobrecitos”. Las cosas podrán ir algo mejor o algo peor, pero gracias a Dios yo vivo en la tierra prometida y jamás me veré obligado a mendigar una horrible camisa sudada. 

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